miércoles, 7 de noviembre de 2007

18 años

En la foto Marco Chipana
Hola. Ya ha pasado más de un año desde que edité Deshilándome, mi primer libro de cuentos, y además de haber aumentado algunos centímetros de estatura y seguir igual de flaco puedo decir que el libro a mí modo de ver es mucho más un vientre suave que los textos en sí. El aura cobra intensidad a medida que uno descubre las historias escritas detrás de su propia historia. La foto de la portada, el árbol en sombra, los 5 dibujos en tinta china; hasta ahora los llevo dentro, rondando por el caudal de mi sangre como la pluma seca que juega y mancha la vasija llena de tinta. Quiero invitarlos a leer el libro, uno a uno al ritmo que se les antoje, a hojear estos 15 cuentos que alguna vez escribí sin salir por dos meses del cuarto de estudio de mi casa. Fue como cuando tuve la idea de que una de mis amigas del colegio había tenido un niño y al contestarme su madre me dijo que ella ahora vivía en Suecia, que se había casado, es así, es solo ir un paso adelante a lo que se sabe vendrá o no vendría. Es por eso que hoy decido colgar algunos de los textos modernizados del libro en la internet, en este blog susurro de lápiz que me sirvió de balanza para empezar a desarrollar el 2do que vengo terminando en estos días. Sin duda creo que los textos ya deben empezar a florecer en otras mentes, en otros círculos, aún estoy orgulloso de haber cometido el "error" de publicar a tan temprana edad, de haber podido dejar sobre el papel a mano alzada lo que mis pensamientos juveniles sentían, debían decir en ese momento. Debo agradecer a todas aquellas personas de Bolivia, Perú, Colombia que me animaron a continuar felicitando esta primera entrega cosa que ahora realmente valoro con toda el alma. Lo mejor está por venir.

Marco Chipana ( Miércoles 07 de Noviembre del 2007)

Habichuela

Habichuela
…………....


Íbamos a toda velocidad en el carro de la madre de nuestro amigo, todos teníamos los codos por las ventanas, yo asomaba de cuando en cuando mi cabeza para refrescar mi cara con ese aire nuevo. El paisaje era hermoso: Sembríos de trigo a orillas de una laguna gélida, laguna que me moría por palpar. Todo parecía revestido por un sol térreo.

- Mi amigo detuvo el auto, todos quedamos turbados por su inadvertida decisión.
Bajemos, nos dijo, ese tipo de árboles no se encuentran todos los días. Y era cierto, al bajar me di cuenta de que el árbol estaba en medio de un maizal, parecía un bastón sobre monedas de oro. Nos acercamos presurosos a esa especie de Van Gogh y nos sentimos por momentos en el paraíso de mi amigo.
Nunca he subido a un árbol, dije. Pues serás el último en hacerlo entonces.

- Bueno.

Todos ascendieron sin problema y sin esfuerzo. Me prendí de las ramas pequeñas y alcé mis piernas contra las cicatrices gruesas y asibles del tronco ¿Hasta dónde tengo que subir? Hasta mí ¿Hasta ti? Sí, haz lo que sea pero no mires hacia abajo. Vamos hombre ¿Dónde está el cielo? ¿Dónde están esas habichuelas? ¿Dónde están todos los gigantes?
Dale rampante ¡Vamos!

Mi amigo estaba en la copa del árbol. Bienvenido a mi nido.
Su anillo de plata resplandeció como un diente en la boca de un viejo al acariciarse el pelo.

Prendió un poco de hierba y todos fumamos del mismo envoltorio.
Debí haber traído mi cámara, mi cámara fotográfica, pensé en alto.
Hubo un silencio placentero. Lo abracé por la espalda.
No lo creo, dijo. Hay cosas que se quedan aquí y acá (tocando mi cabeza)




martes, 15 de mayo de 2007

Derrotero (per cápita)

El mar orillaba a mi derecha. El río sangraba estrechamente a mi izquierda. Caminábamos como por un puente arenado. Héctor me llevaba 100 pasos.



- Los sonidos cadenciaban: Primero sonaba el sonsonete marino, luego el serpenteante caudal dulce.


Mis pasos eran secos y lentos, Héctor no volteaba ni se detenía, parecía no cansarse. Llevaba puesta una camisa blanca arremangada hasta los bíceps y un pantalón color naranja bajo los talones. Traía el pelo largo anudado con una liga rota, su espalda estaba manchada de mostaza. No sabría decir exactamente de qué. A medida que avanzábamos más y más uno se sentía despojado, esterilizado, en esa nada que a la vez era algo.




Como colgadas por la bóveda inescrutable del cielo unas aves violáceas se mantenían estáticas dejando caer una sustancia mucosa color amarillo oscuro. Tuve dificultades y me costó mucho esfuerzo; sin embargo, a pesar de esto, retomé la marcha, intacto e impoluto.
Siempre que intentaba gritar invocando a que Héctor me esperase aparecía una humareda blanca delante mío.







Las huellas de Héctor comenzaron a metamorfosearse en letras. Las primeras que pude ver fueron una l, una ñ, una k, una m, una z, una f, una q. Pisé una manzana podrida y pensé en recogerla, empero, me fue imposible, mi cuerpo no seguía mis órdenes.




Al ver que las letras empezaban a metamorfosearse en puntos, mi expectación por volver a leer una se incrementó. De un modo maquiavélico esas huellas, todas ordenadas verticalmente y a la misma distancia como dejadas caer del cielo, volvieron a aparecer. Primero fue una l, luego una a, luego una v, esta vez el caer parecía no ser una suerte del azar, tomaba cierto sentido.


La penúltima letra fue una d y la letra final una a.
Leí la frase mentalmente, varias veces: La vida lívida.

Héctor, grité. La humareda me opacó.







Estaba colérico y lleno de furia. Harto de tanta signada represión. Miré a Héctor con los ojos entornados como quién va a lanzar un dardo y comencé a correr con todas mis fuerzas, como nunca antes en mi vida. Sentí unas manos horrendas, detrás, que me sujetaron con fuerza.
No cedí. No podrán. Ahhhhhhhh-ahhhhhhhhhh-ahhhhhhhhhhh-ahhhhhhhhhhh.


Por fin pude correr libremente. Ya estaba a 10 pasos de Héctor, quería contarle lo que había leído, lo que me decían sus pies, sus huellas, sus letras; pero cuando estaba a punto de prenderme de su camisa y de su mancha mostaza, Héctor, sin voltear, volvió a adelantárseme 100 pasos. Caí de bruces sobre la arena. Al parecer mi codo se había lastimado ya que sangraba.
Estaba exhausto. Busqué secarme el sudor pero no me había mojado. Estaba seco, jadeante.


- A pesar del sol rosado que nos mantenía calientes los cuerpos, el sudor no nos había empapado. No sudaba. Sí lloraba, sí lloraba y desconsoladamente.

Sin darme cuenta estaba gateando, aruñando mis manos magulladas. No había perdido el ritmo ni la distancia, todo permanecía diametralmente intacto.
Me puse de pie.


Al instante escuché un graznar de cuervos, un graznar lejano. Iba a gritar pero recordé la humareda. Héctor, pensé. Mis ojos mojados ya no tenían lágrimas. Al alzar la mirada con la aceptación implícita del autoritarismo fatal, casi rezo de felicidad, al ver que Héctor se había animado a esperarme. Estaba en cuclillas, al parecer escuchando el mar cuya marea iba a un ritmo in crescendo.

Caminé sin alterarme pero sí sollozando. Por fin podremos irnos o al menos ir juntos, amigo.
Héctor giró hacia mí. Pude ver su mirada perdida, su rostro empalidecido, tuve miedo. Sus manos sostenían un objeto blanco, un objeto que solo pude identificar recién cuando lo tenía a 20 pasos: Una caracola ¡Qué locura Héctor! Pero si tienes el mar a tus espaldas, eres ocurrente. Deja eso, suéltalo, pensaba decirle.
Comencé a desacelerar mi andar, prefería ir despacio, atento. Ya verás Héctor, verás como salimos de esta. Héctor volvió a girar y se sentó mirando el poner del sol. Sí, el sol ya se estaba poniendo. Se colocó la caracola en el oído y así se quedó, como una estatua, con extasiados ojos, con el gesto de como quien escucha un gran consejo, una respuesta salvadora.

Tenía que quitarle la caracola, estaba clarísimo. Si lograba hacerlo él se distraería, me observaría, me reconocería.
Estaba a 1 paso. Estiré mi brazo lo más que pude, busqué rasguñarlo, intenté llevar mi cuerpo sobre el suyo pero mi andar continuó como si nada, siempre hacia una sola dirección, siempre hacia la nada. Todo fue en vano. Me sentía como una flecha, como una bala perdida. No lo pude asir.
Introduje mi mano izquierda en mi bolsillo derecho y encontré un carozo húmedo, el cuál aventé hacia él, dándole en la cabeza. Héctor reaccionó, buscó, se alteró.

Héctor, estoy aquí (moviendo las manos)
Héeeeeeeeeector
¿Cómo no puede verme?
Héctooooooooor
Me anegué en mi propio eco


Héctor, desorientado volvió a ver el sol y a concentrarse en su escuchar. Héctor nunca más se movió.

Héctor, Héctooooor. La humareda me envolvió completamente, esta vez no dejé de gritar. El graznar de los cuervos me ensordecía. Mis oídos se habían taponado. Ya no escuchaba nada. Toda la bandada se vino hacia mí. La marea creció. Estaba hundido hasta las rodillas en un barro asqueroso, pestilente, movedizo. Por más que intentaba era inútil zafarme, estaba destinado a morir, a morir, a morir enterrado en estas miasmas. De pronto, cogiéndome de las ropas, los cuervos me elevaron, me alejaron….

Eso fue lo que soñé.
-Diablos. Y pensar que Héctor y yo estuvimos buscando unas pastillas
de secan…, de secanno.

¿ De secanal?
-Sí.

¿Pastillas de secanal? ¿Ayer también?
- Sí


Ayer me levanté tarde. Y bueno...... eso fue lo que soñé.
- Y luego te enteraste de que se pegó un tiro.





A la eternidad

miércoles, 9 de mayo de 2007

i griega



i griega

Ylda se había mirado en el espejo por una hora.
Se había estado viendo de cuerpo entero.
Había tenido la precaución de dejar cerrada las persianas que daban a la calle.
Se había desnudado completamente e inspeccionado el reflejo de su cuerpo arrugado y devaluado; marchito, como ella misma sostenía. A su lado, en una mesita pequeña y redonda, Ylda tenía abierto un álbum plomizo de antiguas fotografías suyas y una caja dorada repleta de alhajas, brazaletes de plata, collares, dijes dorados, aretes importados, pulseras………...


Ylda recordaba a la Ilda de piernas torneadas y de pechos fructuosos que había sido. Pensaba en todos esos galanes guapetones que tanto la habían buscado y sireado, en todos esos mentecatos y locos-desquiciados que tanto habían buscado tenerla como mujer. Y es que había sido considerada como la más hermosa muchacha del vecindario y de la avenida. Mientras recordaba reía llorando con lágrimas que derramaba sobre las fotos de tono sepia. Algo desfijadas, cubiertas y protegidas levemente, por papel de seda.
Ahora tocándose los senos y mirando su imagen, de costado, repetía suavecito: Acepto, acepto………….Se abstrajo: La iglesia copada, el vestido de novia blanquísimo, la mano de su padrino, la mano de Ricardo, el velo blanco que no le dejaba ver todo nítidamente, cosa que ella buscaba porque se moría de nervios, de que alguna calamidad pasara, de esa digresión imaginaria del discurso del santo padre hecha por algún novio pretérito y sin cara, la música del coro de los niños de la parroquia entonando la conocida armonía nupcial cuyo compositor no pudo recordar por más que intentó, cosa que realmente la desconectó de su ensoñada visión. Fastidiada, se desconcentró y abrió sus ojos abiertos. Dirigió su mirada al parquet y a la alfombra roja sobre la que ella estaba erguida y descalza. Se quedó viendo sus bragas tiradas en forma de S y los cojines del sillón crema, de la sala de estar, que ella misma, había desperdigado.


Se dio cuenta de que la talla actual de su derrière era mucho mayor que la del día de su luna llena melosa. Qué suspiro, que dio…… Comenzaba a recordar la estancia, el hotel de estrellas, se veía subir por el ascensor, reír y controlar los impulsos de su ya consorte en matrimonio eclesiástico, leía el número 302 del cuarto, se veía recostada semidesnuda en el medio de la cama de 2 plazas, ella mirando la luna por la ventana, él admirando su belleza, la araña de luz colgada sobre sus cabezas iluminando sus cuerpos …………………y .…………………….el timbre de la casa de Ylda sonó.

- Toda la casa estaba en penumbra excepto la parte del espejo, el cual estaba colgado en la pared del corredor que llevaba a la habitación de la única dama en casa: Ylda. En la mesita había una lámpara de madera con una pantalla de cristales opalescentes plasmada de figuras y colores.

Se puso las bragas y las babuchas. Se colocó el camisón de lino y se lavó las manos en el fregadero del baño de la sirvienta (Ya voy, un segundo) la cual había sido echada días antes.
Se mojó un poco el pelo y no pensó en quién podría ser. Menos pensó en ver algún hombre apuesto.
Sin mirar por la mirilla, abrió la puerta.

Era una mujer de 33 años, con la juventud rebosante, los labios carmesí y el cutis de como recién haber hecho el amor.

Hilda ¿Cómo va? ¿La molesté?
- No hija, adelante.
Después de lo que me contó, no pude esperar más y bueno…..aquí estoy, rió.
- Pues, está bien. Tengo ahora más tiempo en casa así que no hay problema.

¿Y dónde lo guarda, dónde lo tiene?
- Antes ¿No te gustaría tomar un cafecito?
La muchacha la miró con una risa reprimida y con los ojos abiertos por entero.
- Bueno, ya veo como estamos.
Ven querida, sígueme, ahora te lo muestro.

Se condujeron hacia el corredor, pasaron por el espejo, la mesita redonda, el cuarto de Ylda y llegaron al final del pasadizo. A un cuarto que tenía un letrero en ruso (Рикардо) ¿Y qué significa eso Ylda? Ni idea. Lo trajo Ricardo en uno de sus viajes……qué sé yo.

Ylda colocó sus manos de uñas largas sobre el pomo de la puerta.

ÇÇÇ

La casa de Ylda quedaba frente al centro cultural Malvinas en La Plata, Argentina. El parque y el centro llevaban ese nombre en honor al conflicto armado entre Argentina y el Reino Unido, que acaeció a comienzos de los 80. La Argentina perdió la guerra y a 649 soldados. Una catástrofe total.

- Ylda acaba de firmar el acta de divorcio. Su matrimonio había durado 50 largos años. No sé las razones por las que se separaron; sin embargo, podría decir, como lo comprobé en los ojos de Ylda, que ya no era la misma persona dulce y feliz que decían que era; ahora era colérica, renegada, amargada de todo y de nada, fastidiada con el mundo y con la gente que la quería.

Ylda se había dedicado a trabajar por 30 años, en el departamento de Policía de la ciudad, como retratista. Le pagaban por descifrar los códigos descriptivos de todas aquellas víctimas o victimarios que pretendían recordar los rostros de los delincuentes, violadores, ladronzuelos, carteristas, hijoputas, desapartados, desarrapados, inocentes, genocidas….
Cuando se casaron pasaron a vivir juntos en una casa en la que también vivían los padres y el abuelo de Ricardo. Ella fue tratada siempre con mucho cariño y sinceramente: lo merecía. Era muy atenta e interesante. Siempre le encantó la cultura, aprender, investigar. Gran parte de su tiempo, y como ella lo dice, con un tono de arrepentimiento, se la pasó metida entre esas 4 paredes, dentro de esa comisaría platense, intentando plasmar en cartulinas corrugadas recuerdos ajenos y desligados a sus pensamientos.
Si bien es cierto que nunca llegó a retratar un rostro tal cual era, muchos casos fueron resueltos y cerrados gracias a sus acercamientos. Las ilustraciones le permitieron al alférez, quien alguna vez logró besarla y que se armase un escándalo, buscar entre los requisitoriados y hallar al culpable o culposo.
El abuelo de Ricardo, Don Ricardo había invertido muy bien su dinero y conseguido vivir holgadamente tan solo de sus ganancias comerciales. Llegó un día en el que se enamoró de los cuadros, de la curaduría, de la vida bohemia, de los artistas y comenzó a formar parte del círculo de los críticos y espectadores de la pintura contemporánea en esa época. Le encantaba: Pettoruti, Corner, Testa, Boggiano, Lee, Anderson, Pastorutti, Grimaldos. En uno de los viajes que hizo a Italia conoció a un pintor muy de cerca, un pintor que había dejado su país con la intención de buscar nuevas técnicas e ideas nuevas. Su amistad se entrelazó firmemente y Don Ricardo lo comenzó a ver como el hijo pintor que nunca pudo tener, ya que Ricardo, el padre de Ricardo, el esposo de Hilda, fue un médico consagrado en la línea de gastroenterología. Don Ricardo comenzó a apreciar los trazos, la pasión, la visión de este pintor en formación, con una admiración imponderable. Uno de las impresiones más fuertes para Don Ricardo fue el conocer la buhardilla en la que vivía el pintor pintando. Ahí se dio cuenta del estado calamitoso y estrechísimo en el que vivía. Es por eso que los dos decidieron hacer un viaje a Francia en el que rentaron una casa y se dedicaron a absorber todo lo que el aire francés en esa época les pudo expeler.
Impresión, impresionismo.


Teófilo Castillo, había nacido en Carhuaz, ciudad apacible y hermosa, amarilla cual flor de retama, ubicada a 30 kilómetros al norte de Huaraz, provincia de Ancash. Teófilo siguió la pauta impresionista y comenzó a trabajar incansablemente. El viaje, aconsejado por Boudat, su maestro cubano, le había cambiado la vida. Había aprendido mucho más que en toda su otra antigua existencia. Su perspectiva ahora era distinta y mucho más amplia. Los cuadros de Teófilo comenzaron a ser valorados por la crítica. Se casó con una española en Buenos Aires para después viajar a Tucumán, sitio donde construyó su propio taller. En ese tiempo tuvo un acercamiento providencial con quien vendría a ser su gran mentor y amigo entrañable: Mariano Fortuny (pintor catalán)
Su influencia era y es evidente. Sus cuadros comenzaron a tener cierto halo que lo unía inherentemente con el pintor español. Sin embargo, aún no poseía esa impronta definida, compacta, que solo años más tarde obtendría. Y es que los dos seguían la misma tendencia y estilo, pero no los mismos temas, los de Teófilo serían distintos.

Don Ricardo acostumbraba a viajar, a buscar, a pasar una temporada, siempre que podía, junto a le peruvianne, como él lo llamaba. Sus visitas eran balsámicas y reflexivas. Don Ricardo siempre lo veía trabajar desde la mecedora de mimbre, comprada especialmente para él, y con la pipa encendida.

Al regresar a Perú, ya como un pintor consagrado Teófilo abrió los primeros tomos de las tradiciones peruanas de Ricardo Palma y quedó fascinado. Las ideas comenzaron a bullir. En esa estadía en Lima pintó algunos cuadros que ya son del acervo cultural para todos sus compatriotas, como: Los funerales de Santa Rosa, el templo de las Calesas o la procesión.
Don Ricardo fue el que le pagó todas esas excursiones. Él había dispuesto su casa en La Plata como un almacén de los trabajos de Castillo hechos en Europa y que no pudo llevar consigo. Los exhibía cuidadosamente y también los tenía puestos en venta entre el cenáculo, los amantes del arte y los amantes de los gustos de Don Ricardo, es decir de los adinerados con túmulo.
Fue en Pedernales, España, donde Teófilo pinta la casita que lo acogió en esos días en óleo sobre lienzo. Una casita, nada extraordinaria, rústica, con un paisaje de nubes blancas y el rededor de naturaleza viva, verde. Como en todos sus demás trabajos, en la esquina izquierda o derecha inferior, con un pincel fino escribía: T. Castillo.
En este lienzo la firma estaba pintada a la izquierda y con un azul ultramar.

El cuadro le fue entregado a Don Ricardo la última vez que Teófilo y él se vieron, como un obsequio. Un obsequio, a su más grande consejero, admirador, amigo y mecenas.
Luego los dos partieron: Don Ricardo falleció y Teófilo se desterró.


ÇÇÇ

La mano de Ylda ya giraba el pomo de la puerta.
Perdón hija pero debo advertirte que el cuarto está lleno de polvo ¿No eres alérgica, no?
-No, señora.
Por favor, querida, no me digas señora. Dime Ilda.



Ayúdame aquí, sostenlo de este lado, yo lo sostendré del otro.
-uPa, pesa…¿No?
Igual que los años ¿Te parece que tengo 70?
- (Se quedó pensativa) No usted parece de 50. Está regia señora.
Ay, perdón, digo: querida Hilda.

Las 2 salieron cargando un objeto cubierto por una sábana blanca sucia y negrísima. La apoyaron cerca al espejo en el mismo corredor.

-Sería mejor abrir las persianas. Estamos en penumbra.
Bueno…. aunque mejor, salgamos al patiecito.
-Sí, eso.

Abrieron una puerta corrediza y salieron a un espacio pequeño sin techo, rodeado de macetas y una jaula sin canario. La ventana de la casa vecina estaba abierta y un niño contemplaba el día mirando hacia arriba, el niño bajó la mirada justo cuando ellas destapaban el coso.

Bueno ahí lo tienes.
-Es hermoso…………… bárbaro ……. es un Castillo.
La muchacha acarició el lienzo despaciosamente.



Se quedó mirando la firma echa con azul ultramar.

- Dice: T.Castillo………………
Sacó un libro empastado por ella y comenzó a hojearlo.…………………….. Pues sí, parece que es una obra perdida, no figura con las otras ni tampoco en el catálogo, no hay referencia alguna…………

Sí y ahora que estoy a punto de mudarme a una casita más pequeña, porque aquí hay demasiado espacio para mí solita, necesito deshacerme del cuadro lo antes posible.

- La entiendo. Pero al parecer ha sido restaurado antes. Hay cierto maltrato en la tela y me hace suponer que alguien lo haya manoseado.

Ummmm……… me parece que algo de eso hubo. No recuerdo bien……..creo haberle escuchado hablar a Ricardo sobre un restaurador platense que casi estropea el cuadro o algo así.
-¿Lo ve? Pero no es algo catastrófico, no se alarme. Habría que comenzar a trabajarlo, a limpiarlo, a sacarle la nicotina pegada ¿usted fuma?

-¿No me invita un cigarro?
Claro.

Mientras encendía el cigarro que Carla tenía entre los labios, Ylda comenzó a contarle que la familia de Teófilo Castillo había venido hace unos años a llevarse los cuadros olvidados y dejados a Don Ricardo bajo su recaudo. Los habían trasladado por barco y con documentos certificados que los posesionaban como los únicos herederos de su obra y de todos sus trabajos.
- ¿Y cómo supieron que los cuadros estaban aquí?
- Al fallecer encontraron un cuaderno de apuntes en el que se especificaban la lista de las obras en vida, algunos nombres de conocidos, referencias, anécdotas, direcciones, historias, bagatelas. Eran las memorias que el Sr. Castillo había estado escribiendo antes de morir….
- ¿Y esta obra?
No sé….

El cuadro medía un 1metro40x90

Las 2 trabajaron juntas. Ylda y Carla se hicieron muy amigas en el ínterin. Charlaban horas, tomaban café, fumaban sin parar.
Un día Carla llegó con una noticia y se emocionaron al máximo.
Carla había tasado el cuadro, el precio acomodado era de: $70 000.
Ilda sintió correr por su sangre un arder, una fogosidad insuperable. Ese día dejó caer la tacita de porcelana china sobre el parquet. La tacita se rompió.

Ylda decía que si Teófilo Castillo estuviese vivo se hubiese vuelto a casar con él, con un hombre verdadero, sensible, de manos doradas, únicas.

Ilda comenzó a vestirse con colores estrafalarios, con pieles de animales, carteras con colores de vaca, alambres sobre la basta. Comenzó a usar lápices labiales color púrpura.




Hilda estaba más que agradecida con Carla.
Había realizado un trabajo insuperable y minucioso. La labor de la niña había hecho que el cuadro restaurado se viera como recién terminado de pincelar. Es más, a los pocos días de haber acabado su función, Carla moviendo algunas influencias y haciendo uso de sus encantos, había conseguido que el cuadro participara en una subasta internacional que se iba a realizar en Buenos Aires el fin de semana. Más de 100 obras de arte se pondrían a la venta en la mayor exposición argentina del año.

Las dos se levantaron ese día temprano y llegaron con 5 horas de anticipación.
Ilda y Carla se sentaron, en primera fila, frente al estrado y al micrófono en forma de helado de chocolate negro. Carla parecía un cisne con ese vestido de plumas que se había conseguido prestar e Ilda, ……………..eh…….Ilda había llevado un traje rosado, con un escote pronunciado y unos tacones plateados.

Las exposiciones comenzaron con el rugir y los aplausos exigidos. Los asistentes en la sala estaban con muchas ansias por comprar y aumentar su colección, sus extraordinarias pinacotecas. Los cuadros eran vendidos, más o menos, al doble del precio con el que eran ofrecidos. Ilda y Carla siempre alzaban la mano apenas comenzaban a ofertar. Sabían, que era imposible, que no haya otra persona que no buscase superar la cifra que ellas pedían, eran muy sabidas.

Un mozo con una bandeja de plata le proporcionaba vino tinto a toda la audiencia. Uno podía pedir hasta el hartazgo ya que había un carrito metálico rodante repleto de botellas Petrus y de cajas de vino de color rosado, vino que hacía un buen juego con la apariencia de Ylda, quién no dudo en optar por beber de ese líquido premonitorio.
Al ver reposar en el caballete blanco la casita de campo con las nubes y la naturaleza verde, Ylda derramó la copita de vino de sus labios y pensó en Ricardo. Pensó en el vil y traicionero Ricardo, que ahora estaba con una jovencita de 26 años lejos y fuera de su casa, de su cama, de su frazada, lejos de ella. Seguro paseando, caminando, de la manito, con su nueva concubina, muy orondo el descarado, por la calles de Stalingrado, Venecia, Frankfurt o de Lima.

La curadora narró la historia del cuadro, habló sobre Teófilo Castillo sobre Don Ricardo, sobre lo invalorable que podría ser para un coleccionista obtener esta pieza perdida. La gente aplaudió. Al parecer era lo más interesante hasta el momento en la subasta, se pensaba.
Y ciertamente el dinero se triplicó ya no eran $70 000 sino $210 000 lo que pensaban dar por el cuadro.
Algunos hombres jóvenes ya ponían sus ojos en la señora de la primera fila. Se codeaban señalándola con la cabeza y con una risa resuelta: Sí, ella, ella, la del traje rosado.
Entonces, vendido a las 3…vendido….a las 2……vendido……………….. a la...el mazo martilleo la madera. Vendido a la señora del sombrero blanco…………………………………………..…………………………………los aplausos se escuchaban…………....
La señora del sombrero blanco se abanicaba una cara rojísima. La suma final fue $300 000.

- Si quieren saber mi opinión, a mí gusto el cuadro era mediocre y no era bueno, era muy simplón, muy de momento, demasiado personal. Lo que sí era provocativo era el anzuelo, esa historia de la obra perdida, esa historia legítima.
Me hubiese encantado haber podido charlar con la señora del sombrero blanco. Preguntarle sobre sus gustos artísticos, sobre sus abanicos, tocarle un poco esos cachetes empolvados……………...……………………………….. ¿Qué pensaría Teo?....umm……………………….pues creo que Teófilo lo hubiese enterrado junto a Don Ricardo, en el cementerio.

Ya en bambalinas Ilda y Carla festejaban.
Ilda estaba ebria y Carla ya había guardado el anillo de su novio.
Ylda recibiría el 70% y Carla el resto más sus honorarios.
Los cheques se estaban haciendo en una mesa color cobre.
Todo estaba deviniendo conforme estaba prefijado.
2 hombres enternados se acercaron a Ilda por sus flancos.

Señora ¿Es usted algo de Don Ricardo?
Ella muy orgullosa dijo: Pues claro. Su nieto es mi marido………(y con una mirada pícara) Bueno, era..…………queridito, ......hip…hip………...................... hip



Ah ya veo. Déjeme decirle que está usted encantadora ésta noche…señorita mía.
- ¿Señorita? pensó Ilda. Quiso retribuir el piropeo: Que buenmozos son….
El hombre le cortó la lisonjea…..: Déjeme decirle que no pude dejar de sorprenderme con tal magnífica historia. Quedé anonadado sinceramente.
Una pintura perdida, una obr………….por favor……………¡Qué hallazgo!
Así es. Ylda sonriente, eructó.

El hombre de bigote que permanecía callado sostenía a Ylda por su brazo izquierdo. Rozaba su cintura de vez en cuando, a consecuencia de los balanceos convulsivos que Ilda ya no lograba controlar. Ylda estaba ebria. Ilda estaba encantada.

Por favor, dijo el joven, que sí había hablado, entregándole un pañuelo. Permítame……
Ylda hizo una venia en señal de gratitud y se dejó limpiar el vestido.

Déjeme presentarme, mi nombre es Juan Castillo, nieto legítimo y único heredero del excepcional pintor, admirado y nombrado el día de hoy Teófilo Castillo. Bueno, lo de admirado no es solo hoy,….. sino….eh….. lo es siempre……..siempre lo es…..…………………...........mi abuelo es reconocidísimo aquí y en todas partes…eh...bueno, bueno……………..

Carla estaba muy lejos de Hilda. Se había quedado conversando con un caballero inglés amante del arte sudamericano.

……….Me explico. Todos nosotros sabemos lo que aquí ha acontecido. Tenemos muy claros los hechos flagrantes y palpables. En resumen le digo: Ese cuadro no puede ser vendido………(dio un gran respiro y continuó),………………no puede ser vendido, sin la respectiva autorización por parte de la familia Castillo, por parte mía, de mis difuntos parientes. Usted, usted señora, está infligiendo la ley, la ley peruana y la ley argentina. Yo estoy decidido a ajusticiar este deleznable hecho.

El hombre del bigote movía la cabeza afirmativamente.
Unas gotas de sudor brotaban del nieto de Castillo, por lo que arrebató el pañuelo de la mano petrificada de Ylda, procediendo a secarse la frente.
Luego, ya un poco más tranquilo prosiguió: Yo estoy dedicado a la curaduría desde hace 40 y pues siempre estoy viajando, yendo a subastas…….y....ehhh……..la otra vez fui testigo de lo que pasó con un gran amigo, el hijo de Gutiérrez,….cielo santo lo que pasó….. lo que quisieron hacer con el trabajo de su padre, lo mismo que quieren que pase hoy con mi familia, pasó con la familia de él,….. los que son Castillo, son Castillo, los que son Gutiérrez, son Gutiérrez, mi familia………………………………………………………………………
Juan Castillo se comenzó a entreverar con su propia prosapia.
Sin embargo acotó: Señora mía, ya tengo experiencia y sé como proceder.
Firme aquí.
Hil- i - Ylda firmó.

El nieto de Castillo le cogió la cara y le dijo: Usted ha hecho lo correcto señora. Y es por eso que le repondré los gastos de la restauración y le obsequiaré una recompensa extra por haber hallado esta pieza inimaginable…...

Los $300 000 fueron escritos a nombre de Juan Castillo.

Si Ylda le hubiese prestado la debida atención a Ricardo. Hubiese sabido que el cuadro había sido un obsequio entregado por Teófilo a su consuegro. Y nada de esto habría sucedido.

___´´´´´´´___

Hilda no volvió a saber nada de Carla.
Ilda comenzó a buscar jóvenes dispuestos a frecuentar su casa.

…….Teniendo las persianas cerradas, la mesita redonda y la lámpara encendida, Ylda se desnudaba con los ojos puestos en el espejo de su vida.



A Letizia

jueves, 3 de mayo de 2007

Mesa dadaísta

Mesa dadaísta

Un café alemán con mesas dentro y fuera, hervía de clientela.
Me aproximé a doblar la esquina rápidamente. Tenía un mal presentimiento: sentía que me iba a encontrar con alguien que conocía. Mientras aceleraba mi avance por el frente del freiheit, así se llama el café, me fijé de que una de las mesas puestas sobre la vereda estaba vacía y repleta. No había nadie, no había ningún ser apoyado en ella. Lo que sí había era un vaso gigante lleno de cerveza con espuma que se extinguía, una lata sin abrir Lindener Spezial (Hannovers Spezielles), una copita con un líquido negro y un recipiente lleno de maníes y pasas.
Me detuve a contemplar ese arte dadaísta mientras mis oídos se llenaban de todo ese barullo de voces, de risas, de idiomas ajenos, de eructos, de vidrios que sonaban en re sostenido. Saqué mi tabaquera del bolsillo, llené mi pipa de pino con ese pasto marronesco y lo incendié con mi zippo color azul.
(La cuestión es fumar sanamente: fumar tabaco puro y no cigarrillos) Mientras intentaba hacer argollitas humosas me encontré con que el diario del día estaba sobre una de las 2 sillas plegables de la mesa que yo veía. Tomé el diario del descanso y me senté a leerlo tranquilamente. También utilicé el cenicero que estaba repleto por colillas y cigarros camel. Terminé la primera sección del diario, la segunda y la tercera. Concluí las 4 primeras secciones y nadie se me acercó. Y no es que yo leyese igual o más rápido que los estudiantes de Ilvem, ni nada por el estilo, todo lo contrario, yo leo lentísimo y me siento muy orgulloso de eso, de ser la tortuga de este cuento. Me quedé observando el vaso de cerveza con amor. Las otras mesas que también estaban sobre la vereda fuera del café, estaban ocupadas por ancianos que tomaban líquidos calientes y también leían el mismo diario. Ninguno atinó a alzar la mirada en todo el tiempo que estuve, en todo el tiempo que estorbé por ahí. Ahora sí que tenía dentro de mí la curiosidad enorme por conocer, por ver a la clienta o cliente que se sentaba aquí y que seguro estaba por allá y no pensaba irme hasta que yo la conociese. Refresqué mi garganta con el vaso olvidado y heladísimo de cerveza ahora mía. La mesa se desequilibraba por una de las patas, así que le coloqué una servilleta doblada. Me dispuse a comer de los bocaditos. Solo comí los maníes ya que las pasas no son mucho de mi agrado, procedí a volver a llenar mi pipa y darme más fuego. Terminé el periódico entero y ella jamás llegó. Ella debe estar en el tocador, así son las mujeres cuando se ponen lindas para uno, pensé. Abrí la lata de cerveza Lindener Spezial (Hannovers Spezielles) y la terminé de 2 sorbos. Estaba un poco molesto ¿Cómo se le ocurre hacerme esperar tanto, quién se cree qué es, esa alemana? La cerveza en lata estuvo mucho mejor que la del vaso ya que había estado cerrada y no a la intemperie. Comencé a trocear el periódico y a quemarlo como queriendo llamar la atención de los viejos que leían, quería que me vieran, que se asombraran, que se distrajeran; pero ninguno de ellos se molestó en siquiera hacerme una mueca. Me quedé viendo la copita de líquido negro por minutos enteros, supuse que era una cerveza negra pasadísima, sin espuma. Ahogué las pasas en la copita. Ya estaba un poco pegado por el alcohol. Me sorbí de una el traguito. Lo terminé en seguida y lo vomité en siguiente. No soporté la indigesta, era una cosa nauseabunda, un asco, el líquido negro tenía un sabor horripilante y no era cerveza malta, de eso estoy seguro. Comencé a escupir las pasas que no me tragué sobre la pista oscura y de rodillas.
Mientras hacía esto con los ojos cerrados y acuclillado, pensaba en lo que haría después. Pensaba, levantarme, ir hacia el mesero, ser directo, decir lo que yo había hecho y estaba esperando; comentarle algo sobre la primera plana del diario del día de hoy, obtener la esperadísima respuesta: (la cuenta) la ubicación de la mujer, de esa mujer hermosa y linda, risueña, alemana, que hablaba español, rubia, hermosa, risueña, alemana, que hablaba español. Freihet, farenheit. Mientras me levantaba de mi asquerosa vomitada, escuché como el sonido de unas monedas cerca de mí. Un hombre se aproximó corriendo a recogerlas o a recoger eso que al caer al suelo sonaba como monedas. Ya no pensaba fumar más, pensaba levantarme solamente y cuando alcé la mirada, me di con el desquicio de que todas las mesas que estaban afuera habían sido guardadas, incluso la mía, los viejos lectores habían desaparecido y el local, el café, estaba cerrado por dentro y con las ventanas cubiertas por esa lona de toldo.
Se escuchaba el bullicio de los ebrios que estaban aún celebrando y a pesar de que pateé la puerta con todas mis fuerzas, nadie salió a golpearme. Comencé a caminar, dejando atrás el cafetín alemán, con el cuerpo rojísimo de cólera. Me imaginé estrellándome montado en una Harley contra la entrada cerrada, me vi quebrando un poste de luz y dándole un porrazo al café, como si fuese un golpe de bat de béisbol. Me vi yendo directamente a la barra y encontrándome con esa alemona hermosa.
Cuando quise sacar mi pipa para encenderla me di con la sorpresa de que la tabaquera ya no estaba conmigo. Maldita sea, la tabaquera del abuelo, me dije.

Montando una bicicleta rosada, Marisol pasaba. Venía por la calle transversal y se detuvo de perfil a mí, a causa del semáforo en rojo. Le toqué las nalgas y ella volteó gritando. Me vio y luego me besó en la comisura del labio haciendo el sonido del beso en la mejilla. Se rió de verme, así de feliz, siendo tan temprano y yo que le hice una seña con los dedos que entendió a la perfección por lo que de su cartera sacó un sobrecito de gamuza. Luego me pidió la pipa. Me la llenó completa y al ponérmela en la boca me la prendió. Mientras la fumaba le acaricié las piernas, ella me dijo que regresaba al instante, que solo iba a guardar su bicicleta en casa.
Seguí caminando, pipa y tabaco. Caminé hacia la plaza de adoquines rojizos mirando mis mocasines. Este tabaco que me había dado Marisol me sabía a opio, y no dejé de reírme y de pensar en ella. Me senté en una banca desolada que daba al frente de la cola de carros claxoneantes. Comencé a contar todos los volkswagens azules y blancos que veía, cuando de la nada, de nuevo, volví a escuchar ese sonido como de monedas cerca mío. Mi mirada se acercó al sonido. Miré bien, con los ojos achinados, y me sorprendí al ver la tabaquera, mi perdida tabaquera plateada, yaciendo como una equis del tesoro incompleta. Alcé la mano con desesperación hacia ella casi cayéndome de la banca y un señor muy alto y regordete al verme tan desesperado me la acercó con amabilidad. Yo lo quedé mirando y él a mí, fijamente. Creo que lloré, al ver a mi abuelo en su rostro. El hombre me alzó de la banca y me comenzó a guiar, a servirme de bastón. Estaba mareadísimo por el alcohol, por lo de Marisol y por los adoquines. Sacó de su gabán una botellita de vidrio transparente y en una copita me sirvió un poco del líquido que contenía. Lo sorbí de una. Casi me desplomo, todo fue como un retroceso, como una visión arrugada. Caí a los rectangulitos dejando caer la pipa y el tabaco verde.
Después de dar algunas arcadas de rodillas quedé tendido sobre esos cuadraditos rojos, sobre ese playgo. El sol me alumbraba la mejilla derecha. El ojo mío que daba al cielo se mantuvo abierto, mirando el rostro sonriente del hombre que me había alcanzado la tabaquera. Y con esos dientes salidos me dijo: danke schön y se rió mucho más fuerte que antes. Sentía el sabor en la boca del líquido negro, era el mismo líquido nauseabundo del cafetín, estoy seguro de eso. Con mucho esfuerzo por levantarme solo conseguía gatear, mi pipa se había quedado atrás, y yo gateaba lentísimo como la tortuga que soy al leer. Y el hombre a mi compás, sombreándome, y el hombre que ahora comenzaba a fumar haciendo argollas.
Una caja de cigarrillos camel cayó cerca de mí. Él hombre erguido a mi lado y yo, como si fuese su can, acuclillado, andaba como si me estuviese sacando a pasear.
Ya no sentía mis manos ni mis piernas y cuando mi cuerpo se desvanecía y me iba de cara contra los adoquines del color de mi sangre; mi cuello giró un poco hacia atrás, hacia Marisol que ya empezaba a correr con una mano en la frente y la otra en mi pipa, trayendo a un policía.

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onomatopeya …………………...........................

viernes, 6 de abril de 2007

…Ü

…Ü (diéresis)

Sentados a los pies de la chacra, a dos horas de distancia de Urubamba,
los dos solos y sin comida, sentíamos la brisa. Yo llevaba un overol color celeste gastado, un polo lila claro y mi guitarra de madera, "Victoria" Mi amigo estaba sin camisa, con una quena, con un pantalón de bayeta marrón claro, un chullo rojo con bordes azules y la piel blanca, nevado de Ancash.
Los dos traíamos el pelo largo, los dos llevábamos gafas con marcos plateados, los dos íbamos descalzos. Teníamos el día como una bufanda amarilla. Cantábamos, sonábamos bajo la sombra de un naranjo sobre el pasto tan suave, tan como de pelaje de alpaca, como caricia de llama, y la quena que no silbaba, y la quena que golpeaba la palma al compás de la música.
Los dos cantábamos canciones nuestras no grabadas, canciones nuestras de un repertorio de piel de gallina, puños cerrados y mejillas sonrosadas. Hablábamos de patria, de esperanza, de orgullo, de unión.
Al salir de esa inmersión sentimos un vacío tremendo, un vacío de como si ya se hubiese acabado la botellita de pisco.
¿Llegaremos a ser famosos o algo?
No sé loco, pero ya hay aplausos.
¿Cómo aplausos?
Creo que al río, le gustamos.

A ti, hermano amigo

martes, 6 de marzo de 2007

Suela




Suela

Hoy me salieron mis primeras canas


El dueño de la casita amarilla, el de los sombreros infinitos, se había decidido por fin. En su oficio de zapatero era conocido como el mejor de todos. Su barba lunga le daba un respeto implícito y una consideración especial en cuanto a su intelecto. Era por eso que todos los infantes del pueblo se acercaban a conversar con él, a mirarlo, a imitarlo. Su altura (metro noventa y tres) dejaba siempre boquiabiertos a todos estos pequeños inspectores. No había niño que desobedeciera las órdenes de su padre, cuando de llevar los zapatos descompuestos al zapatero remendón, se trataba. Los más osados le robaban las tijeras a sus madres con la única intención de poder rebajarle una poca de barba. Les encantaba comer espagueti, tenerlos en la boca, colgárselos hasta el pecho. Algunos se habían hecho barbas con piel de oveja, otros creían que lavándose la cara tres veces al día, con sal y pelos robados, podrían hacer brotar de sus cutis de damasco, barba lunga.


Siempre al llegar los viernes, todos los niños hacían un corro en el umbral de la casita amarilla, alrededor de la mecedora de mimbre, donde se sentaba a tomar la siesta o a leer. Apenas lo veían acercarse por la puerta falsa todos aplaudían y gritaban. Las siestas del zapatero a lo mucho duraban una hora; sin embargo, cuando se sentía inspirado declamaba ante su concurrida audiencia alguna que otra anécdota sobre su vida; como cuando cosió el zapato más grande del mundo, o halló un zapato de oro en una góndola rosada, o cuando salvó de la muerte a un enano que se había caído en un agujero con solo uno de los cordones de sus zapatos.


Pero eso sí, y todos los pequeñuelos lo sabían: Nunca había que distraerlo cuando leía el diccionario o cuando se extasiaba mirando su reloj de pulsera o su oxidada brújula. Usaba unas gafas de marco rojizo, de lunas cieguísimas. Yo logré comprobarlo la vez que me las puse. No era difícil hacerlo ya que siempre andaba sin ellas; decía que no le importaba ver mal, si podía respirar, que ya había visto suficientes cosas hermosas, suficientes colores, suficientes caras. En el taller del zapatero y en toda su casa se hallaban cientos de sombreros, de distinto color, de distinto material, cónicos, de ala ancha, de fieltro, de lana, de junco. Todos colgados, regados, escondidos.

Ninguno se repetía, ninguno.


Muchas de las historias que el viejo narraba sentado sobre su mecedora de mimbre, terminaban contradiciéndose, muchas por no decir todas; pero, lo que sí se conocía a ciencia cierta era su origen ítalo. Había nacido en Florencia y crecido en Bari, Puglia. Fue en barco y por motivos desconocidos que llegó a nuestro pueblito. Aquel día todos los miembros de mi aldea acordaron organizar una reunión en honor a él. La falta que nos haría un personaje así ¿Quién no podría echarlo de menos? ¿Quién?

¿La casita amarilla en venta? Nadie dijo: ¿ Por qué ?


A decir verdad ninguno de los adultos había tenido interés por conversar largo y tendido con el viejo, nadie le había dado ni un minuto de su tiempo ya que todos los mayores tenían molinos, animales que cuidar, hijos que alimentar, mujeres que conquistar. Solamente los párvulos se la pasaban revoloteando como pajarillos traviesos alrededor suyo. No había día ni noche en que no dejara de reparar un zapato, siempre tenía entregas que hacer, algo rarísimo siendo tan pocos los habitantes en el pueblo. Todas las familias mandaban a embetunar y a lustrar su calzado y la paga o era al contado o a deber.


Aquella noche, la noche de su despedida, hubo mucha espuma en la taberna, muchos corchos descorchados y una sonrisa nunca antes vista por parte del viejo zapatero. Solo los hombres del pueblo y las mujeres solteras pudieron asistir ya que todas las madres tenían que vigilar a los niños dormir pues como era obvio ninguno quería ni pudo hacerlo. Por suerte gracias a mi hermana Margarita, quien me escondió debajo de sus faldas, pude asistir a dicha celebración. Ese día probé por primera vez champaña y también fumé un puro. El anfitrión de la velada, el Señor Horacio Del Río coció 3 becerros los cuales sirvió acompañados con panes recién horneados, el viejo de barba lunga derramó algunas lágrimas al agradecer el cariño con que los aldeanos lo estaban despidiendo. El Señor del Río recriminó su tristeza y le pidió a la orquesta que empezara a tocar mientras al unísono los demás aldeanos descorchaban la champaña y bebían a la salud de un sinnúmero de hombres, muertes, ciudades, victorias, amores imposibles. El zapatero, quien al final había cambiado su enorme sonrisa por la de un gesto calmado y reflexivo se descaló el sombrero de paja, se sacó los zapatos y los introdujo dentro del costal que traía consigo. Un mechón blanco le cayó sobre los ojos, nunca antes lo habíamos visto sin sombrero: "Queridos amigos, gracias por todo, adonde voy el sol no quema ni la piel se desgasta, el arcoiris tiene seis colores y la vida es infinita" contuvo la respiración un momento y luego el zapatero concluyó "Esta bolsa y su contenido ya no me pertenecen más, ya no tengo nada que decirles ni contarles, hoy mismo emprenderé mi huida hacia la felicidad, adiós para siempre" Pude ver al viejo zapatero salir descalzo de la taberna, intenté seguirlo pero desapareció en la oscuridad de la noche.


A la mañana siguiente todo el pueblo estaba ebrio y el piso de tierra lleno de pica pica y papeles de piñata, un hombre sin barba y sin zapatos sacaba el letrero de "se vende" de la casita amarilla.

Un cartero, tostado por el sol, llegó a caballo con un paquete pequeño el cual tiró en la entrada de la casa amarilla.

El hombre sin barba y sin zapatos siguió limpiando como si nada hubiera pasado; sin embargo nosotros, mis amigos y yo, nos hicimos, cautelosamente, del paquete. Grande fue mi sorpresa cuando al abrir la caja me encontré con el costal de los sombreros pero esta vez vacío. Había una nota que decía: hecho para hacer carreras de costales. Juan fue el primero en saltar con el y así lo hicieron uno tras otro, los demás; Guillermo, Rodrigo, Octavio, el costal se ensanchaba lo suficiente como para que 10 ó 15 niños saltaran al mismo tiempo, en total éramos 20 y ninguno de nosotros tuvo problemas para caber, llegamos a saltar todos juntos sin caernos.